Grandes y poderosas
son las manos de mi señor,
con la fuerza,
la potencia
de un puño que se cierra
en la empuñadura de la espada.
Dispuestas a matar,
si hiciera falta,
o a morir,
en la más cruenta batalla.
Pero si a mí se acercan
esas manos
a la sangre acostumbradas,
se vuelven dulces, suaves,
tímidas en mis mejillas
y desvergonzadas
cuando desde el vientre
llegan más allá de la espalda.
Y sé, que esos brazos,
esas mis manos,
tomarán las otras,
y en los momentos de tiniebla
donde no haya luz,
ni atisbo de esperanza,
se abrazarán,
su amor será su fuerza,
y harán
que la oscuridad no pueda con ellas,
y conseguirán,
con su unión eterna,
que vuelva, que regrese
la suave luz de la mañana.