El samurai se sienta con su parsimonia habitual bajo el sakura. Su sombra le relaja. A un lado, deja su daisho. Las flores empiezan a caer, una nevada llena de fragancia, pero él no se mueve. Observa impasible el campo y, más allá, la casa que vio nacer y morir a tantos como él. Acaricia la hoja de su tanto, sin prisa, tranquilizando a su espíritu para la hora final. Sí, ha perdido el honor, pero tomaría mil veces a la esposa de su superior de nuevo, pues él era amante de la belleza.
Algo se mueve en el horizonte. Ella entra en su campo de visión, con su hermosa melena al viento, una cascada de ébano, descalza. Casi puede sentir la hierba fresca bajo sus pies. Su piel se confunde con las flores que acaricia antes de tocar el suelo.
Él decide dejar al tanto, hoy no morirá, da igual el pasado, o lo que hiciera en él. El honor no importa cuando existen mujeres tan hermosas como aquella. Ella lo espera mientras se levanta y se acerca, sonriéndole. Sin pensarlo dos veces, alarga su mano para tocar aquel rostro de proporciones perfectas. Pero antes de alcanzar su anhelo, siente la presión de la muerte en sus entrañas, y la mano que antes jugaba con las flores, ase ahora el wakizashi que lo aleja de este mundo. Los ojos de la joven se vuelven fríos. «Deberías haberte hecho seppuku cuando tenías oportunidad» Dice. Él también lo cree. Unos versos se forman en su mente:
Bella fachada
puede tener la muerte,
pero igual duele.
la poesía no siempre viene en verso. bravo.
firmado: este viejo microcuentista perseguido por sus propios fantasmas.